“Habla de una organización que actuaba en varios planos: preservar la vida de la mayoría de sus miembros; espiar e informarse; analizar la situación; esconder y proteger a aquallos cuyas vidas estaban en peligro; robar alimentos, medicamentos, armas y otros bienes preciosos. Más todavía, el grupo, aglutinado bajo los parámetros de una organización militar, tenía autoridades, funciones distribuidas y un plan para levantarse y combatir”
Por N.R.
El 18 de julio de 1936, el día en que se inició el levantamiento militar que aniquilaría a la II República española, Mariano Constante tenía 16 años. Unos meses más tarde, ya cumplidos los 17, combatía como miembro de las milicias republicanas. En febrero de 1939 sus sueños habían sucumbido a la derrota militar: como otros miles de españoles terminó, vejado y hambriento, cautivo en un campo de refugiados al sur de Francia. En septiembre de 1939 comenzó la II Guerra Mundial. Dos meses más tarde, bajo las continuas humillaciones que les imponían los franceses, se incorpora a la lucha en contra del nazismo. En junio de 1940 es capturado por los alemanes en medio de la desbandada del ejército francés. Tras vivir un período en precarias condiciones de prisionero de guerra, el 7 de abril de 1941, el curtido de 21 años que ya era entonces, ingresó en Mauthausen, su destino en el universo concentracionario.
Quiero dar la buena noticia de una vez: Mariano Constante sobrevivió al campo de concentración. El imberbe, el cándido adolescente que vivía en un pueblo de nombre Ayerbe, en la provincia de Huesca, fue arrastrado por la tromba totalitaria del siglo XX: tenía sólo 25 años y una experiencia increíble acumulada en su corta vida: había visto todas las formas de la muerte, había conocido el reverso de lo humano, había padecido a Franco y a Hitler, pero también y, en varias oportunidades, había salvado su vida en momentos de total indefensión.
Los años rojos es el testimonio límpido y neto, despojado de todo ornato o floritura, no de un meritorio y heroico sobreviviente como hay tantos otros, sino de una especie muy particular y, según creo, excepcional: el del resistente, el del hombre que aferrado a un puñado de convicciones se abraza a ellas y se fortalece (¿cabe decir acaso que se endurece?), como la única manera de erigir un centro, un lugar al que amarrarse, hundirlo en la tierra, y desde ese punto afectivo y de las ideas (un hito que podríamos describir como sentimental e ideológico), decirse a sí mismo y a quienes le rodean, tengo una obligación política, humana e intrínseca a la civilización de la que soy parte, y ella consiste en sobrevivir, en evadir a la maquinaria de aniquilación.
Constante era comunista. Y, al contrario de tantos otros extraordinarios testimonios, que explican el hecho de haber preservado la vida en el campo de concentración a fuerza de concentrar todas las energías y los pensamientos en sí mismos (la invocación del egoísmo instintivo y primigenio que ocupa la psique ante la amenaza de sucumbir), el suyo es emblemático de la vida preservada en grupo, a través de un tejido afectivo, simbólico y estructurado, es decir, seres amarrados a una red de relaciones cuya alma común era la nacionalidad: aquellos eran todos españoles, patriotas que compartían una visión de sí mismos, un imaginario. Habla de una organización que actuaba en varios planos: preservar la vida de la mayoría de sus miembros; espiar e informarse; analizar la situación; esconder y proteger a aquellos cuyas vidas estaban en peligro; robar alimentos, medicamentos, armas y otros bienes preciosos. Más todavía, el grupo, aglutinado bajo los parámetros de una organización militar, tenía autoridades, funciones distribuidas y un plan para levantarse y combatir si llegaba el momento en que el avance norteamericano generaba en las SS, la decisión de liquidar masivamente a los miles de presos que todavía no habían ingresado a los hornos crematorios.
Imagínese el lector lo peor que puede pasarle a una víctima de un campo de concentración: de ello habla el libro de Constante (me permito un comentario como lector recurrente que he sido de testimonios de sobrevivientes de Hitler, Stalin y Franco: no recuerdo ninguno que haya recibido tantas brutales palizas como este español tozudo y orgulloso que, apenas recuperado, volvía de inmediato a las prácticas que le habían ocasionado tan desmesurados castigos). Y he aquí lo que he sentido como la mejor sustancia de sus recuerdos escritos: lo que invoca, lo que escenifica la realidad de creer: en Dios, en otros hombres, en la posibilidad de un destino mejor. Porque en esa continuidad (la única que existe), que es la derrota de las ilusiones, hay unos días, unos casos desperdigados y ocasionales, como este que narra Los años rojos, donde al final los buenos ganan y los malos pierden.
*Los años rojos. Mariano Constante. Ediciones Martínez Roca, España, 1974.
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