Cada día llegan a mi WhatsApp más y más mensajes de ventas de apartamentos, casas y objetos y enseres acumulados a lo largo de toda una vida de trabajo y sacrificios, en la mayoría de los casos. Son tantas, que terminan rematando todo a precios irrisorios… Hay una nueva oleada de la diáspora, producida por el desconocimiento del resultado de las elecciones presidenciales de julio.
En 2015 escribí un artículo para El Estímulo que se volvió viral. Era la primera oleada importante en el número de personas que se marchaban. Ya antes se había ido gente. Pero 2015 fue el primer año de la diáspora en cantidades que jamás hubiéramos pensado. Comparto con ustedes ese artículo, porque es el mismo dolor de hace nueve años. ¡Pobre del país del que se van sus jóvenes!
Se llama Verónica, pero podría llamarse Ana, Luisa, Javier, Andrés… Verónica se va de Venezuela. Va a engrosar la lista de emigrantes venezolanos, como ya se ha hecho usual.
Verónica se va de Venezuela. Ella es una profesional estupenda. Y además es docente. ¡Se están yendo nuestros docentes buenos! Está en sus tempranos cuarenta, la edad más productiva. Llegará a otro país a sembrar lo que aquí no pudo sembrar, a cosechar lo que merece cosechar porque se lo gana honestamente, no como el régimen quiere hacer ver, que lo que alguien tiene es porque se lo quitó a otro… En el país donde va no hay esos complejos ni resentimientos. La gente trabaja duro y su esfuerzo se ve recompensado. Y ya no tendrá que preocuparse de que los puedan secuestrar, ni vivir con la rabia y la impotencia de estar bajándose de la mula con cada inspector de los organismos públicos que les llega a fiscalizar el negocio de su marido.
Verónica se va de Venezuela. Sus hijos se adaptarán al nuevo país, cantarán otro himno en la escuela y tendrán otras costumbres. Y aunque Vero empacó su bandera tricolor con estrellas, cada vez les será más ajena. Venezuela será una vaga referencia en sus vidas, unas hallacas en diciembre, unas arepas en los desayunos de los sábados, un sobresalto en el estómago de sus padres cuando llegan las noticias.
Verónica se va de Venezuela. Se cansó de luchar, se cansó de tanta mediocridad, se cansó de sentirse culpable por tener un modo de vida cómodo, se cansó de esperar que las cosas cambien. Y es que aun cuando haya un cambio de gobierno, Verónica se convenció de que tomará mucho tiempo acabar con la crisis de valores que nos arropa.
Verónica se va de Venezuela. Hará suya una historia ajena, aquella que conoció de tantos inmigrantes que vinieron cuando Venezuela era un país adonde la gente llegaba, no de donde la gente se iba.
Se va Verónica y con ella se va una familia sana, productiva y trabajadora. Dejará a su mamá con cuatro puestos menos en la mesa de los domingos y a sus hijos sin la alegría que significa tener abuelos.
Se va Verónica. Ya algunas de sus amigas se han ido. Han cambiado el café y la conversa rica por sesiones de Skype en grupo, para no sentirse que están tan lejos, que no están tan solas, que no son tan forasteras.
Verónica se va de Venezuela. Y con ella se va un pedacito de país. Del país que se niega a morir, pero del que se muere una parte cada vez que alguien se va. Como tantos otros emigrantes, dejará enterrado su corazón aquí, porque el corazón se queda donde uno nació, donde dio sus primeros pasos, donde se aprendió a leer, donde ocurrió el primer enamoramiento, donde se dio el primer beso.
Verónica se va de Venezuela. Cambiará aguinaldos por villancicos de otras regiones. Asistirá a otras fiestas, pero ya no serán las fiestas de los panas, de esos que no necesitan explicaciones, porque conocen todo y entienden todo.
Verónica se va de Venezuela. Con pasaje de ida y sin pasaje de vuelta. No quiere regresar para tener que volver a despedirse, porque los venezolanos no sabemos cómo despedirnos. Si hasta lo dice un maravilloso joropo: “por si acaso yo no vuelvo, me despido a la llanera… despedirme no quisiera, porque no encuentro manera”.
@cjaimesb
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