Recientemente tuve oportunidad de leer un artículo académico titulado “Liberalism and Economic Growth in Argentina 1870-1914”, preparado por R. M. Hartwell. Como su nombre lo sugiere, la pieza aborda el proceso de crecimiento económico que tuvo la nación suramericana desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo XX.
Es bien sabido lo que llegó a ser Argentina en las décadas sujetas a estudio por Hartwell. Más aún, el proceso de transformación que sufrió la nación austral en poco más de cincuenta años. Para 1869, la población argentina tenía 1.7 millones de habitantes; para 1914, la cifra rondaba los 7.9 millones. Más interesante aún, el trabajo indica que para este año la cantidad de inmigrantes en el país se acercaba a los 2.6 millones de personas, lo que equivale a más del 30% de la población de origen inmigrante.
Argentina sufrió, de este modo, una transformación sin precedentes. Para 1870, la exportación cárnica del país era irrelevante. Para 1914, Argentina era el mayor exportador de carne del mundo. Para 1900, Argentina era el tercer exportador mundial de trigo. Entre 1870 y 1914, Argentina aumentó su producción de cereales, pasando de medio millón a veinte millones de hectáreas. La balanza comercial del país también se tornó positiva. En 1913 importaba bienes de Gran Bretaña por un valor de 18.6 millones de libras esterlinas, mientras que exportaba bienes a dicha nación por la cantidad de 40.7 millones de libras esterlinas. Estadísticas como estas abundan para demostrar y reforzar la transformación de la nación austral.
Ahora bien, ¿cómo llegó Argentina a poder tener estos cambios? La literatura especializada sobre el tema suele mencionar que el crecimiento económico argentino en el período señalado se debió a la expansión e intensificación de los asentamientos, el incremento de la inmigración, el aumento de la importación de bienes de capital, la expansión de las redes ferroviarias, así como las mejoras de la tecnología en las granjas y el sector agropecuario.
Estas premisas, sin embargo, suelen dejar a un lado una cuestión fundamental: ¿cuál fue el anclaje constitucional, regulatorio e institucional que permitió que todo ello pudiera efectuarse? Que se pudieran dar las «reglas del juego» para el desarrollo de Argentina.
Es en este contexto que Hartwell plantea la importancia que tuvo la promulgación de la Constitución de 1853 y cómo dicho texto constitucional permitió un fundamento sólido para fortalecer la estructura de los derechos de propiedad y, concretamente, su incidencia sobre la estructura de tenencia de la tierra y la actividad agrícola y pecuaria.
De acuerdo con el criterio de Hartwell, la Constitución de 1853 se fundamentó en las ideas de liberalismo clásico promovidas en Estados Unidos y por Juan Bautista Alberdi. La norma propuso, a grandes rasgos, las ideas de libertad individual, propiedad privada y laissez-faire. Sin embargo, y esto es importante recalcarlo, el Estado argentino jugó un rol importante a través de dos elementos clave: primero, fomentando el proceso de inmigración, especialmente la europea; segundo, atrayendo capitales dirigidos al desarrollo de vías de comunicación y transporte.
La Constitución de 1853 fue el marco legal que permitió la promulgación del Código Civil, el Código de Comercio y el Código Penal. Estas normas son de importancia porque, a juicio de Hartwell, por «primera vez regulan de forma clara» los derechos de propiedad y las penas en caso de la violación de tales derechos. Adicionalmente, este tema incidió directamente sobre el sistema de administración de la tierra. En la práctica, la cantidad de tierras baldías o en manos del Estado fue menor que la de otros pares latinoamericanos. Las tierras desocupadas, al menos para 1870, no se adquirían con la mera ocupación (usucapión) sino que debían ser compradas o arrendadas. Se estima, de este modo, que el 60% de los granjeros argentinos de la época tenían propiedad o arrendamiento formal sobre las tierras que laboraban.
Desde el enfoque institucional, Hartwell concluye que hubo dos elementos que contribuyeron al crecimiento argentino: primero, el tamaño reducido de sus tierras disponibles en dominio público; segundo, el sistema de propiedad y arrendamiento que caracterizó la tenencia de la tierra, la agricultura y sus cosechas, así como el sector pecuario.
La norma fundamental de 1853 tuvo una vigencia de varias décadas y, en cierta medida, fundó las bases modernas del Estado argentino. Un tema clave es entender que esta Constitución fue exitosa porque abarcó en buena medida las demandas generales de paz, prosperidad y estabilidad que solicitaban diversos sectores de la sociedad argentina.
Todo ello nos recuerda, también, que no existen milagros económicos de la nada. El crecimiento y el desarrollo vienen a menudo acompañados de marcos legales estables que preceden transformaciones de envergadura. Así, no son suficientes los arreglos cosméticos ni las buenas intenciones retóricas si no están acompañadas de transformaciones de magnitud. Hoy, Argentina y América Latina deberían volver a revisar las Bases de Alberdi y el contenido de la Constitución de 1853. Si bien es cierto que el mundo cambia y, en muchos aspectos, evoluciona, ante las oleadas de populismo y autoritarismo que azotan a nuestro continente, es necesario ir a los fundamentos que le permitieron a nuestra región tener mayor riqueza y prosperidad. Una consigna todavía pendiente para millones de latinoamericanos.
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