Escriben Carlos Leáñez Aristimuño, Carlos Zerpa, Edgar Cherubini Lecuna, Enza García Arreaza, Francisco Suniaga, Gustavo Valle y Jairo Rojas Rojas
Carlos Leáñez Aristimuño
Amigos verticales
¿Y los libros?, me pregunté cuando decidí partir. Tenía centenares de ellos regados entre mi cubículo universitario, la casa de mi padre, mi apartamento. Ya en España, frente al Atlántico canario, entrecerraba los ojos e imágenes de páginas cerradas, vencidas por el polvo y la humedad, por hongos e insectos, incluso por algún roedor furtivo pasaban por mi mente. Páginas que en otro momento fueron vida vibrante, descubrimientos, placer, labor pasaban a ser materia inerte en descomposición. Me prometí no comprar más libros físicos. “Lo electrónico no pesa, no se degrada, no ocupa espacio”, sentencié con la rotundidad de quien funda una nueva estirpe. Pero el ansia de hojear, oler, resaltar, subrayar, anotar; la necesidad de sentir amigos verticales gravitando en la habitación acompañándome me socavaba y terminó por volverse acuciante.
Una tarde de vientos impetuosos, hace cuatro años, me dirigí irrevocablemente a la avenida Tres de Mayo, en Santa Cruz. Respirando hondo, traspuse el umbral de una librería. Erizado, contemplé multitud de lomos y cubiertas dispuestos en estanterías: amigos verticales. Avancé hacia ellos y comencé a palparlos, a olerlos, a estrecharlos como quien abraza a un ser amado que se daba por perdido. Volví a sentir el festín de páginas y páginas, el vértigo gozoso de letras y más letras ante mis ojos, entre mis manos. No vi pasar las horas. Entrada la noche, cuando estaban a punto de cerrar, con palpitaciones, caminé hacia las cajeras con un libro. Ya en casa, leí a la luz de mi mesita hasta el amanecer. Volví otra tarde. Y otra. Y otra…
Hoy me hallo rodeado de nuevos amigos verticales: ha crecido mi felicidad. Y pronto, lo sé, la haré plena: el rescate de los viejos amigos varados en recodos es inminente.
Carlos Zerpa
Cosas que extraño de mi país
Son muchas cosas las que llevo en mi corazón y que en verdad extraño. Que me hacen falta de Venezuela. Haré un listado, según vaya recordando.
1- Mi amada ciudad de Valencia
2- Mis amigos que en verdad son mis hermanos
3- El Ávila… Coño El Ávila.
4- El queso telita y el queso palmizulia
5- El apio para hacer sopa.
6- Esa torta de queso, salada y dulce
7- Las playas del Mar Caribe
8- Caracas toda
9- Mi familia
10- Mis panas artistas
11- El ají dulce
12- Los árboles de mango
13- Los árboles full de flores amarillas, los Araguaney.
14- Mis libros, subrayados y llenos de anotaciones
15- Sentarme a hablar con mis maestros/hermanos, Santos Lopez y Daniel Medvedov
16- Reunirme con mis amigos/hermanos, tomarnos unos whiskys y reírnos.
17- Las guacamayas que venían a mi balcón en Caracas.
18- Mi colección de discos de vinilo
19- Hacer un alto en «El Palito» para comer empanadas de cazón y arepitas dulces con anís, rumbo a la playa.
20- Uy casi olvido a las mandocas.
Podría seguir y seguir, pero esto sería una lista muy larga.
Bueno aquí en México, consigo comida de mi país, harina para hacer arepas y muchas otras cosas que se emparentan con las de Venezuela, pero nunca es lo mismo.
Edgar Cherubini Lecuna
Añoranzas
Según la RAE, añorar es “recordar con pena la ausencia, privación o pérdida de alguien o algo muy querido”. Estas son algunas de mis añoranzas. El olor a lluvia de mi país, distinto a cualquier otra parte en el mundo donde se anuncian las borrascas. No puedo desprenderme de ese aroma, me acompaña desde la infancia.
La luz y el azul cobalto del cielo en los mediodías de diciembre. Lo resumo en una frase de Yves Klein: “Para luchar contra todo en la vida, creo que el único medio es tomar un poco de infinito y utilizarlo”. Ese azul vive en lo alto del domo de mi cabeza donde me deleito al contemplar las imágenes alegóricas allí plasmadas de una naturaleza avasallante, la incomparable masa de selvas, ríos y cumbres al sur del Orinoco. La naturaleza, no solo es el paisaje, ni las circunstancias geográficas, sino una presencia dominante, es el personaje principal en esa ópera de las ausencias que se escenifica en mi corazón.
Aún escucho a las chicharras o cigarras (Cicadidae) que con esa nota alta y sostenida ejecutan lo que en composición se denomina el point d’orgue o punto culminante, ese pequeño punto negro rematado por un semicírculo que aparece de pronto en la partitura y que anima a mantener una nota durante mucho tiempo, como si estuviera desprendida del mundo o a provocar un silencio sostenido que todo lo invade. El point d’orgue en la partitura sonora del trópico, designa un momento grandioso e intenso que anuncia el verano en esa nota sostenida de las chicharras, sorprendiendo al oyente con intervalos de silencio que ellas intencionalmente producen para inducirte a ese instante sagrado en el que descubres que eres parte del mundo.
Por último, añoro las sonrisas francas de la gente humilde y sabia de los pueblos cuando me recibían con un abrazo, con su ropa impregnada de jabón Las Llaves.
Enza García Arreaza
Tuqueques
Dejé atrás los discos de música académica comprados en mi adolescencia. En el inmortal ahogo de tener trece años aquello era de las peores cosas que podían acontecer, emocionarte con esa “música de funeral” y que nadie quisiera hablar contigo, salvo para un solo chalequeo. De Salserín a Mahler. De Juan Gabriel a Tchaikovsky, y mis ganas de tirarme por la ventana, que ya no me persiguiera la voz de Marta Colomina a todas partes, que por fin llegáramos a país de primer mundo como nos habían prometido en tercer grado de primaria.
A veces, cuando odio estar aquí entre quesos de plástico y advertencias de tornado, cuando añoro mi cuarto y mis discos, pongo el cuarteto americano de Dvořák (que también vivió en Iowa) y me vuelve la paciencia, lo perdono todo. Otras veces suena Inocente Carreño o Paul Desenne (y Los melódicos o Las chicas del Can) y me invade una esperanza arrolladora, casi inexplicable: el sol brilla en un vaso, puedo oler unas empanadas, hay ventarrones, cigarras, olas, mis hermanas bailan y gozan un puyero, por poco nos hemos olvidado del dolor y la miseria. ¿Será, Enza Carolina? ¿Será que este es el año?
Los compases del futuro son una matraca de huesos y cenizas, son pausas y alaridos, son la melodía del amolador y del carrito de helados, los atraviesa el repique del telefonito gris Cantv y la risa de mis sobrinos ya graduados del bachillerato.
Dejé atrás los tuqueques, esos seres sinfónicos y nocturnos, que protegen las casas y nuestras horas de sueño. Por eso a veces me despierto y no sé dónde estoy.
Francisco Suniaga
Dejé a mi hermano
Un mes antes de mi partida a Alemania, en enero de 2022, lo había acompañado a la clínica. Desde bastante antes de Navidad tenía una tos fea y había adelgazado un poco. Estaba con él cuando el especialista iluminó la pantalla para ver su radiografía de tórax y, como un anuncio siniestro, apareció una mancha blanca en su pulmón derecho. La intuición de que era algo grave la confirmó la actitud del médico; inusualmente parco para ser margariteño. “Este hallazgo no me gusta”. Dos días después, con exámenes nuevos y en el mismo consultorio, se confirmaron los temores familiares: Vladimir tenía cáncer.
El pronóstico, según un médico amigo a quien consulté después en privado, fue tan incierto como el de su colega: “Dos o tres años, pero eso depende de muchas cosas. Él se ve bien, de repente pasan cinco y lo tenemos todavía con nosotros, pero con el cáncer nunca se sabe”. Cuando me despedí de Vladi, en febrero, cual si hubiéramos firmado un pacto tácito, hablamos sólo de cosas triviales. Al momento de dejarlo, el adiós fue corto y sin lágrimas. A mí me ayudaba la convicción de que regresaría a Margarita en un año, y así se lo garanticé, y él quizás confiaba en que no iba a morirse antes. Ambos erramos; falleció once meses después y no he vuelto aún a casa.
Ha sido mi más grande dolor; una mutilación que no por intangible es menos lacerante. Tal vez la conjunción de su muerte y mi ausencia haya sido la causa de tanta melancolía y culpa. Nunca me sentí tan impotente. Mucho lo he llorado y por un largo tiempo no dejaré de hacerlo, como aún hago, a solas, cuando su recuerdo se cuela en mi nostalgia infinita. Quizás un día, cuando vaya a verlo al lugar donde ahora descansa en paz, Vladi haga un milagro y el vacío que nos dejó vuelva a llenarse con las memorias felices de su hermosa vida.
Gustavo Valle
Dejar / Dejar
Lo que uno abandona lo lleva consigo en forma de código secreto y permanece en nuestra piel al igual que un tatuaje o como la sal del mar cuando salimos del agua y caminamos en la orilla. Dejar es abandonar, pero también permitir. Al dejar salimos, pero habilitamos la entrada a otra dimensión. Dejar es el verbo del movimiento y el cambio, nuestra íntima puerta giratoria. Como muchos, yo dejé a mis afectos más queridos; dejé un paisaje, una luz, amistades. Pero al mismo tiempo dejé que todo eso se transformara en mí y se convirtiera en una energía distinta a como era en su origen, un combustible que me permitiera construir un camino e imaginar otro porvenir. Dejamos de ser algo, y dejamos que otros sean en nosotros. Abandonamos y permitimos la entrada de nuevas vidas en nuestra vida. Nos convencemos, sin dramatismo, de que somos reemplazables. Aprendemos a moderar la nostalgia sin suprimirla. Admitimos nuestra condición circunstancial y transitoria. A fin de cuentas, también nos dejamos llevar por cierta inercia intuitiva. Todo esto puede ser algo triste, y lo es, pero no es sólo eso. Además, qué seríamos sin la tristeza. La tristeza es como la fiebre que te alerta: “Continúas vivo”. Dejamos una vida y unas huellas que el tiempo se encargará de borrar. Dejemos que el tiempo sane las heridas de lo que dejamos. Si miramos bien, lo que quedó atrás termina ocupando un lugar delante de nuestros ojos. Los afectos no se dejan como quien olvida un libro en el taxi: se transforman, se corrigen, y en ocasiones, sin darnos cuenta, sin siquiera pretenderlo, se perfeccionan. Dejar viene del castellano antiguo lejar, que tiene el mismo origen de la palabra lejos. Hay cosas que dejamos lejos, muy lejos, y sin embargo permanecen a nuestro lado sin cesar.
Jairo Rojas Rojas
Señal de adiós
Hace diez años que salí de Mérida y aún no he podido regresar. El plan inicial era viajar a Caracas donde esperaba hallar mi lugar como historiador del arte y poeta. Sin embargo, la oscura luz que arrojaba el país en crisis se cernía sobre ese deseo tan elemental, y ya en mi partida sospechaba que su materialización no sería fácil. Así que la capital apenas sería la primera estación de una peregrinación que yo ni siquiera sospechaba. Luego vendría Montevideo y ahora Buenos Aires. Recuerdo a mis padres en la terminal de Mérida, agitando sus manos en señal de adiós, sin imaginar el abismo temporal y de kilómetros que se abriría entre nosotros. Esa imagen, esa despedida que quería ser momentánea, reaparece en mis pensamientos con un vigor y una claridad a pesar del movimiento del tiempo en esta década.
Una de las cosas terribles de la migración es afrontar seguidamente este tipo de recuerdos, esas imágenes que fomentan la melancolía, pero que, en mi caso, también orientan y sostienen el ritmo de un poema. La lección es conocida, pero en este caso es más contundente: el pasado y el presente acaban por ser uno. Pero alrededor de este recuerdo orbita otra memoria: una ciudad universitaria donde fui feliz, la vastedad de las sierras que me llevó a la poesía, una historia ancestral truncada por la muerte de familiares que recreaban otro mundo y enriquecían mi cosmovisión, unos amigos y amigas a los que extraño, el silencio de una biblioteca que construí con mucho amor. En fin, el listado es una serie de experiencias que siento escindidas, las cuales al mismo tiempo conforman y recrean un lugar que ya no existe, pero del que uno no se va del todo.
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