Textos de Luz Marina Rivas, Judit Gerendas, Laura Toloza, Ricardo Ramírez Requena y Rodrigo Marcano Arciniegas
Luz Marina Rivas
Escritoras, ensayistas, profesoras
Añoro la Escuela de Letras, que ha producido tantas voces inspiradoras para el país. Quiero rendir homenaje aquí a tres grandes mujeres de la Escuela que han marcado mi vida profesional, sin dejar de mencionar que muchas más son profesoras queridas, colegas de gran trayectoria, amigas, varias de las cuales serán recordadas por otros testigos. Lo haré en el orden en que las conocí. En primer lugar, está Michaelle Ascencio, mi profesora de Literatura oral. Antropóloga, lingüista, mujer de letras, cuyos estudios del Caribe plasmó en importantes libros de referencia sobre las huellas africanas en nuestra cultura. Hizo también un valiosísimo trabajo de traducción de Los gobernantes del rocío, de Jacques Roumain, y dejó tres novelas que revelan su talento de narradora. De ellas, Amargo y dulzón ha sido para mí la más conmovedora, por su tema del regreso a un Haití ficcional. Cuando camino por la vieja casa colonial del Instituto Caro y Cuervo de Bogotá, donde hizo su Maestría en Lingüística y Literatura, y donde ahora trabajo, me gusta imaginarla rompiendo con su risa y su humor agudo caribeño, la solemnidad andina de lo que era esta institución hace tantos años. Luego conocí a Rosario de León, mi profesora y mentora, quien nunca me dio una clase, pero fue quien me dio la oportunidad de trabajar en la Escuela de Idiomas Modernos, donde desarrollé mi carrera docente. Me enseñó a pensar la Academia y la docencia. Ella fue una importante pionera, que formó parte de los fundadores de la Escuela de Idiomas Modernos y concibió muchos de sus fundamentos académicos. Fue allí una gran directora. Había estado también en el grupo que creó el Departamento de Estudios Generales de la Universidad Simón Bolívar. En nuestra UCV, donde trabajó alrededor de cuarenta años, su ánimo incansable la llevó también a fundar la Maestría en Literatura Francesa, que luego se transformó en la Maestría en Literatura Comparada. Fue una magnífica coordinadora, que no paró ahí. Formó parte también del comité fundador del Doctorado en Humanidades. Finalmente, mi colega y amiga del alma, Aura Marina Boadas, ha sido mi par, mi lectora, mi compañera de investigación. La conocí por su trabajo en la Biblioteca Nacional luego de haberla visto como ganadora del Premio Fernando Paz Castillo. Editora, ensayista, profesora, brillante en cargos de altísima responsabilidad, se caracteriza por su generosidad y sencillez para compartir todo lo que sabe y por su pasión desbordada por nuestra querida UCV Hemos caminado juntas por cerca de 30 años muchos senderos de la vida académica.
Judit Gerendas
Memorias con Carlos. 37
Iba pasando por Tierra de Nadie, camino a la Facultad. Las bombas lacrimógenas y las balas sonaban desde la entrada que da a la Plaza de Las Tres Gracias. Seguramente un autobús había sido secuestrado por los encapuchados, porque una negra columna de humo daba cuenta de que algo había sido incendiado. Era un evento que tenía lugar todos los jueves. Entre los encapuchados, que lanzaban piedras, y la policía, habían logrado, de común acuerdo, aunque parecían estar enfrentados a muerte, iniciar el proceso de decadencia de la Universidad Central de Venezuela.
Me tapé la nariz con un pañuelo húmedo —que todos llevábamos con nosotros, en un forro de plástico dentro de la cartera o del maletín—, pues ya estaba sintiendo el efecto de los gases, aunque estaba lejos de donde se desarrollaba la batalla campal. No cedí a la tentación de devolverme y no dar la clase, no porque no la quisiera dar, sino porque me indignaba la naturalidad con la que estábamos tomando los hechos, cómo la cotidianidad académica y la vida estudiantil, con sus bromas y sus amores, transcurría como si no estuviera pasando nada, cuando lo que sucedía era lo más grave que podía pasar, la degradación del Alma Mater y de su Ciudad Universitaria.
Entre el humo y los gases, la luminosidad natural del ambiente se había perdido, y ello, unido a los fuertes olores, introducía en nuestras vidas un oscuro proceso que parecía hacernos envejecer a todos los que pertenecíamos a ese mundo, seres humanos, obras de arte, vegetación y edificios que habían sido esplendorosos y que ahora parecían estarse marchitando.
Hubiéramos debido prestar apoyo a nuestra universidad, no hacernos los desentendidos, como si eso no estuviera sucediendo y como si nosotros no estuviéramos en medio del asunto. Pero no, nosotros éramos buenos profesores, no faltábamos a clases, y los alumnos se consideraban responsables también, se sentaban disciplinadamente en sus pupitres y todo continuaba como si nada estuviera pasando.
El mundo quedaba un poco desdibujado, los vínculos establecidos en la escenificación de los encapuchados y la policía quedaban sobreimpresos, y nosotros permanecíamos como espectadores, lo que significaba una precariedad que era quizás lo más insoportable. Una relación que se fundamentaba en una violencia gratuita y perversa, cuyo objetivo aparentemente se consumía en sí mismo, aunque en verdad era mucho más que eso, era una acción que nos envolvía con el veneno de su presencia puntual todos los jueves —y solo ese día— a partir de las tres de la tarde, fríamente regulada y cronometrada, una violencia que no dejaba heridos ni muertos, en medio de la cual nos escurríamos por algún resquicio para poder seguir con las actividades del conocimiento. Era un ballet macabro, a cuyo compás también nosotros danzábamos, aunque solo en un papel secundario.
El último seminario que dicté, antes de jubilarme, se llamó “La problemática del hipotexto y el hipertexto”. Pero en realidad de lo que se trataba era de una despedida que yo me estaba haciendo a mí misma. Todos los profesores de la Escuela sabían lo mucho que yo anhelaba irme y que contaba los días para ello, algo que se debía a la presencia cada vez más monstruosa de la burocracia, reuniones de esto y de lo otro, del Departamento, del Consejo de Escuela, de la Comisión tal y de la Comisión cual, aparte de las infinitas planillas que nos mandaban de todas partes, en las que teníamos que informar de las mismas cosas, pero con otras palabras o en otro orden. Yo ya simplemente no soportaba eso, no tenía paciencia para seguir aceptando que me empapelaran con papeles que después nadie iba a utilizar para nada, solo servían para satisfacer la necesidad de autoalimentarse que por definición cumple toda burocracia.
Lo que no sabían los otros profesores era con cuánto dolor yo me iba. La Universidad Central —y en particular la Escuela de Letras— había sido mi casa por casi cuarenta años. En 1960 me inscribí como estudiante en Economía, en 1999 me estaba jubilando de la Escuela de Letras. Un largo lapso durante el cual fui estudiante, preparadora, llegué a profesora Titular, hice un doctorado, fui jefa del Departamento de Teoría de la Literatura, Directora de la Escuela y fundé, junto con la profesora Márgara Russotto, la Maestría en Estudios Literarios, de la cual fui coordinadora. A la Dirección había llegado con varios proyectos: crear una revista, hacer una biblioteca electrónica, iniciar cursos de literatura para los docentes de primaria y secundaria. Nadie colaboró conmigo, solo obstáculos me pusieron y todo eso fracasó. De un período de tres años cumplí solo dos. Cuando me di cuenta de que solo estaba ahí para cumplir trámites burocráticos, renuncié. Fui la única persona que dejó la dirección antes de tiempo.
Pero a mí lo que realmente me gustaba y me motivaba era la enseñanza. Tenía una verdadera vocación docente, todavía la tengo. Siendo aún estudiante de primaria, de sexto grado, me encargaban del preescolar cuando la maestra no estaba. A mis dos hermanos varones más jóvenes, cuando niños, les enseñé a leer, y un año que mi padre no pudo pagar la escolarización les di todo el programa de primaria que les correspondía, así como al mayor de los varones también, todas las materias del primero de bachillerato. Al final del año escolar pudieron presentar legalmente los exámenes y aprobarlos exitosamente.
También a mis hijos les enseñé a leer yo, con un método novedoso —por lo menos para esa época—, que era el de la lectura global. Consistía en unos cartones grandes y rectangulares, en cada uno de los cuales estaba escrita, en letras de molde grandes y rojas, una palabra. No se enseñaban las letras, se mostraban, repetidas veces y alternadas, las palabras. Resultó muy efectivo.
Vuelvo al seminario de despedida. Hubo dos grupos de novelas que se analizaron. El segundo, el último, era el que daba la clave de despedida. Yo había escogido primero esas tres obras y después busqué el contexto teórico que los podía vincular y diseñé otro grupo de textos, que tuvieran cabida dentro de esos parámetros teóricos, para hacer la oferta más amplia.
En ese segundo grupo, que era el que cerraba el seminario, y cerraba también mi vida universitaria, se encontraban El largo adiós, de Raymond Chandler, Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano y Qué solos se quedan los muertos, de Mempo Giardinelli. Fue el adiós que le dije a mi carrera y el homenaje secreto que me hice a mí misma. Nadie se dio cuenta y a nadie se lo comenté nunca, esta es la primera vez que lo menciono.
La novela de Chandler y la de Giardinelli siguen siendo libros de mi cabecera. La de Soriano se me ha desvanecido un poco.
Ese es el único programa que he guardado, de veinticinco años de docencia en la UCV.
Los apuntes y los papeles de mi vida universitaria todos los he botado. Ocupaban un volumen demasiado grande y ya no iba a usarlos.
Pasé una época de fuerte depresión. Nunca había tenido una, soy de naturaleza ansiosa más bien, y al principio no tuve ni idea a qué se debía. Pero después caí en cuenta: a la jubilación. Yo iba lanzada como un camión, a toda velocidad, en mi trabajo, y de golpe parar en seco, meter el freno, no era fácil de soportar.
Los recuerdos laten dentro de mí, aunque ya todo eso está muy lejos. 17 años han pasado desde el momento en que me jubilé. Pero en cualquier instante surgen, desde adentro. Cuando preparo alguna conferencia sé que voy a dar una clase, no la voy a leer, y tengo la convicción de que de nuevo se va a establecer una comunicación prodigiosa, con gente desconocida.
Pero me miro en el espejo. Una persona lucha desde ahí contra sus ensoñaciones, entre ruinas que no se pueden ver, pero que están ahí, afrontando el inicio de la última cuenta regresiva. Requerida, aunque no requerida, desde el espejo no surge señal ninguna.
Me saludo a mí misma y luego me sirvo un vaso de vino tinto y lo acompaño con queso de cabra.
*Crónica inédita (2015) cedida por Iván Maiza Gerendas.
Laura Toloza
Del embeleso y otros episodios
Los griegos de la antigüedad, el primer libro que leí en la Escuela de Letras. No sospechaba entonces el valor de ese momento: asistir a las clases de León Algisi, quien, además de excelente profesor, fue un erudito de la literatura griega. Y así transcurrían los semestres, entre exámenes, libros… y una maravillosa sucesión de profesores que cada día nos obsequiaban inolvidables experiencias. Luciana de Stefano, caminando junto al infante Don Juan Manuel y El conde Lucanor; Ida Gramcko y su Cámara de cristal; Hanni Ossott entre sus “Memorias” y sus “ausencias”; Elvira Match “soñando caminos de la tarde”, junto al gran Antonio Machado; Nuria Torroja; Nelson Osorio; Irma Chumaceiro con sus clases de Idioma Español de América; Adriano González León alzando su voz durante un aniversario de Teresa de la Parra, para reclamar que la Escuela no había organizado un homenaje a tan importante escritora; María Fernanda Palacios, con aquellas aulas repletas de estudiantes impacientes por saber qué era ese mundo maravilloso que armonizaba la literatura y la vida, sin duda, su propia vida como ejemplo de dedicación y entrega a la literatura. Y ¡Rafael Cadenas! ¡Cielos! Un verdadero dream team.
Extraordinarios profesores, así como excelentes compañeros. Un sinfín de momentos y afectos que habrán de acompañarme durante todo mi tránsito vital.
Luego, estar del otro lado del aula (en el escritorio y no en el pupitre) fraguó en mí una visión integral de la Escuela de Letras que, de alguna manera, me conduce al camino del eterno retorno y trae a mi mente al uróboro, recordándome que la vida es un proceso de permanente renovación, una danza entre el ser y la eternidad.
De cualquier modo, me excuso por las omisiones que la brevedad requiere.
Ricardo Ramírez Requena
Gracias a ella, nada me falta
Llegar a la Escuela de Letras fue llegar a casa. Nunca había tenido mayores vínculos institucionales, a pesar de que mis padres trabajaron en espacios que dependían de ministerios (el de Defensa, el de Educación). Estudié en varios colegios; apenas terminé el bachillerato hice, como muchos otros en los años noventa, estudios de TSU ( el mantra era que el mercado estaba ávido de trabajadores) y a los veinte años era cajero de Cantv. Era un lector fervoroso de historia, filosofía, geografía, narrativa. Un día descubrí los ensayos de Octavio Paz y nunca pude librarme de la lectura de ese género. A los 16 años comencé a leer poesía, intenté escribirla y me encontré con un misterio inexplicable (lo es para mí todavía hoy en día).
Me costó encontrar mi vocación. No tenía referencias de ese mundo y hasta hacía poco tiempo, no sabía que esa carrera existía. No daba con una respuesta central: de qué se trataba. No fui buen estudiante de castellano en bachillerato y eso ya me invitaba a declinar. Pero mi fervor por la literatura pudo más y al segundo intento, entré en la universidad. Cuando vi mi nombre en la lista (en ese tiempo entrábamos pocos, éramos 30 a lo sumo), escuché música de Mozart en mi cabeza.
No sería quien soy sin la Escuela de Letras, sin sus profesores, sus espacios. La Universidad Central de Venezuela era un espacio de libertad. Gracias a ella, me he sentido siempre un hombre libre, esa libertad que el misterio de las palabras puede darte.
Por ello, solo puedo darle las gracias a quienes me enseñaron.
A mí, la Escuela de Letras me enseñó a vivir. Gracias a ella, siempre he sentido que nada me falta.
Rodrigo Marcano Arciniegas
Razón
Pronto se cumplirán veinte años desde que ocurrió esta breve anécdota. Cursaba mi primer semestre en la Escuela de Letras y veía Literatura y Vida con la profesora María Fernanda Palacios, por cuya solicitud escribí un primer trabajo sobre el viaje de Telémaco. En el primer párrafo escribí: “Desde que comienza el viaje, Telémaco está acompañado por Atenea, la diosa de la razón, y a través de ella va adquiriendo destrezas”.
Al respecto, la profesora escribió en mi trabajo un comentario que no se ha apartado de mi memoria a lo largo de los años. Incluso ahora, para escribir esta nota, rescato el trabajo de mi archivo y puedo ver el subrayado en marcador verde bajo “la diosa de la razón”. Seguidamente, al margen del texto, releo la exacta apostilla que ha retumbado por años en mi cabeza:
“Si lees lo que dicen Otto o Kerenyi de ella, incluso observándola tan solo en estos cantos de la Odisea, podrás ver que es mucho más que la “RAZÓN”. Ese tipo de simplificaciones conceptuales, para imágenes tan ricas como los dioses griegos, nos empobrecen y esquematizan la lectura y la historia misma de Telémaco y Odiseo”.
Esas palabras no sólo determinaron en mí lo que, por hacer una lectura demasiado superficial, Atenea no es, sino que me ayudaron a entender por qué la primera tarea del estudiante de letras es aprender a leer sin perder de vista la riqueza de las imágenes.
En otro contexto, tiempo después, el terapeuta junguiano y amigo, Freddy Javier Guevara, me expresaría en una imagen que hay cosas que, sostenidas solo de la razón, son como árboles con raíces que se extienden superficialmente sobre la tierra y que, sin importar su tamaño y magnificencia, fácilmente se desprenden con una tormenta. Al oírlo, ya entendía que la fuerza de Atenea no estaba, meramente, en la razón.
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